Infinito es siempre uno más. Nunca se ve.
El infinito, de existir, es un día más, otro ciclo, una primavera, un poco de barba cerrada por la que pasar la cuchilla, una nueva arruga, es un kilo de más, otro amanecer, un plato de comida, páginas de libros y el mismo paisaje adormecido, el mismo paisaje que retorna; nunca el mismo paisaje, mudando el color, asomando la hierba, acariciando el viento la copa del árbol que siempre es otra copa, una y mil copas del mismo árbol a lo largo del día. Decir del infinito cualquier cosa es no decir verdad, es equivocarse seguro. “No se puede abarcar”, dicen. Pero es mentira. “Imposible imaginarlo”, dicen: y es mentira también. Para imaginar el infinito basta cerrar los ojos y dejarse ir al territorio interior del pensamiento, culebreando a su antojo entre los pliegues de un cerebro que imagina lo inimaginable: el infinito es una música hecha de un silencio soportable, percibida, si, pero irrepetible. ¿Cómo decir de ella que se ha oído, si no se puede convertir en medida humana? Ese es el problema de infinito: la medida.
Todo ser humano lúcido, o está solo o disimula compañía. No se puede ser lúcido y permanecer en la fiesta. Infinito es el gesto que cada día se repite, la lucidez con la que uno desea volver a la caverna, pedir una butaca de platea y sentarse entre amigos a disfrutar de las sombras de sí mismo.
Eso es infinito. Siempre uno más…
La comunicación que se establece entre lo que uno dice y lo que los demás entienden queda en ocasiones frenada por el impacto de la interpretación que cada uno hace de las palabras, de las ideas, de los textos... Si traspasamos la cuarta pared el diálogo será más fluído. Que todo fluya pues...
viernes, 7 de octubre de 2011
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