Tendemos a no prestar demasiada atención a la superficie de lo habitual, al fin y al cabo no parece sino el escenario de nuestros males, solo la oscuridad de la mina en forma de pandemia y que ahora tenemos que vivir nos recuerda de una hostia su importancia.
En la literatura de fantasmas, los espíritus errantes anhelan algo que nosotros consideramos con frecuencia un castigo o la razón primera y última de todos nuestros desvelos: la vida real. Lo que los fantasmas desean por encima de cualquier otro premio es regresar a la superficie, volver al pasar de las horas, al vulgar contacto con las cosas, a ese día repetido y monótono que con tanta frecuencia despreciamos. Cualquiera que haya sentido alguna vez el miedo a no poder volver nunca al lugar y al estado previo a la catástrofe conoce esa añoranza y sabe que bajo la tierra, en el exilio, la enfermedad, o sepultado bajo cualquiera de las otras miserables experiencias que el destino tiende a diseñar, la normalidad se ve tan lejana como la cumbre de la montaña más alta y tan hermosa como el palacio mejor provisto de riquezas que se pudiera imaginar.
A veces y con frecuencia, nuestro sueño más noble, nuestra ambición más grande no es la luna, ni el cielo, ni las estrellas, sino ese lugar en el que precisamente muchos estábamos todavía sin ser capaces de apreciar su valor.
Aquella vieja, rutinaria y sólida superficie.
La comunicación que se establece entre lo que uno dice y lo que los demás entienden queda en ocasiones frenada por el impacto de la interpretación que cada uno hace de las palabras, de las ideas, de los textos... Si traspasamos la cuarta pared el diálogo será más fluído. Que todo fluya pues...
viernes, 17 de abril de 2020
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