Para ser periodista hay que ser invisible, tener curiosidad, tener impulsos, tener la fe del pescador (Y su paciencia), el ascetismo de quien se olvida de sí, de su hambre, de su sed y de sus preocupaciones para ponerse al servicio de la historia de otro. Vivir en promiscuidad con la inocencia y la sospecha, en pie de guerra con la conmiseración y la piedad. Ser preciso sin ser inflexible y mirar como si se estuviera aprendiendo a ver el mundo. Con ojos de crío y la mente sin adulterar. Escribir con la concentración de un monje y la humildad de un aprendiz. Atravesar un campo de correcciones infinitas, buscar palabras donde parece que ya no las hubiera. Llegar, después de largo periplo, a un texto vivo, sin ripios, sin tics, sin auto-plagios, que dude y que diga lo que tiene que decir (Que cuente el cuento), que sea inolvidable. Un texto que deje, en quien lo lea, el rastro que dejan, también, el miedo o el amor, una enfermedad o una catástrofe.
Ahora, a ver quien es el capullo que llama a eso un oficio menor.
La comunicación que se establece entre lo que uno dice y lo que los demás entienden queda en ocasiones frenada por el impacto de la interpretación que cada uno hace de las palabras, de las ideas, de los textos... Si traspasamos la cuarta pared el diálogo será más fluído. Que todo fluya pues...
jueves, 7 de octubre de 2010
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