lunes, 30 de abril de 2018

Papas

Era verano de 1999, mientras yo estaba en la playa el papa Wojtyla afirmaba solemnemente que el infierno no era un lugar, sino una situación. Vamos, que podría tratarse de un malestar metafísico, como un ardor de estómago espiritual que les sucedía a los pecadores en este mundo sin esperar una condena eterna en el más allá. Si no existía el infierno tampoco habría demonios. El papa añadió que el cielo no estaba en las nubes, así que de chasco en chasco por pura lógica quedaron también sin trabajo los ángeles y seguidamente cayeron por su propio peso el limbo de los inocentes y el purgatorio de las ánimas. Total, que la inocencia y la maldad tendrían el premio y el castigo en la tierra; la eternidad quedaba definitivamente despejada a merced de los mejores sueños. Después de la muerte uno subiría tranquilamente a la barca de Caronte y se daría un paseo agradable por una gruta marina de estalactitas como en las cuevas del Drac y, al apearse, se disolvería en el reino infinito de la mineralogía. Luego llegó Benedicto XVI y soltó que El infierno existe y es eterno ¡¡Joder!! y añadió que su viña se halla devastada por jabalíes, como las calles de la Salida 6 de la Ronda de Dalt de Barcelona. A la mierda la fiesta!!. Cuando sólo se es un espermatozoide hay que entablar una lucha agónica contra millones de competidores para alcanzar el óvulo. No hay hazaña más dura. Ese héroe saca la cabeza a este mundo y tiene que soportar muchas penalidades para salir adelante con la existencia. Pero va Ratzinger y le dice a ese espermatozoide que encima puede ser condenado al fuego eterno. Por favor, Francisco dinos algo bonito…Yo estaré en la playa.

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